Hay gente a la que recuerdas por ciertas acciones y sucesos, cosas que hicieron. Y hay personas a las que recuerdas por estímulos en tus sentidos.
Mi abuela era de piel morena, tostada por décadas de sol. Enormes trenzas negras y gruesas, el rostro cubierto de pequeñas arrugas las cuales hacían su piel muy suave. Pero sus manos eran toscas y callosas, el campo y el calor del comal las habían dejado duras.
Recuerdo observarla en su habitación a media luz, su silueta firme y grande. Imponente.
Ella olía a maíz, a pan recién horneado. Olía a leña y a humo. Y olía mucho a café y chocolate.
En noviembre olía a cempasúchil y a parafina. A copal e incienso. A veladoras. A retratos viejos y madera.
Su voz era fuerte y clara. Podías escucharla desde muy lejos. Era imposible ignorar su timbre de voz grave, como el trueno.
Era mal hablada; de cada tres palabras que decía una era una grosería, mujer franca y directa. No tenía tacto para decir las cosas, decía lo que pensaba y no se retractaba de sus palabras. Nunca lo hizo.
Mi abuela era la mujer las fuerte que nunca he conocido. No solo físicamente, porque podía levantar enormes rollos de leña, podía levantar botes llenos de maíz para hacer tortillas. Podía aventar un leño y pegarte así estuvieras a diez metros de distancia. Aguantaba el calor quemante en sus manos. Y eso era lo que más me sorprendía: incluso creo que podía manipular el fuego a voluntad, tocarlo y no sentir dolor. O al menos eso siempre pensé.
Recuerdo a mi abuela contando historias. Sabía miles y todas tenían que ver con el más allá, con los espíritus, con los ángeles o con el Diablo. Tenía ese don de un maestro de ceremonias o un orador, un cuentacuentos.
Las tardes a media luz, la luz roja del ocaso era el marco perfecto para las reuniones casi religiosas alrededor de las brasas y café. Calor de madera y fuego lento mientras la noche caía.
De hecho lo que hago es siempre pensando en cómo hacía ella las cosas. Siempre quise ser como ella, contar historias y tener un público maravillado.
Ella vio algo en mí. Y me enseñó algunos ritos de curandería. A usar el albahaca, las ramas de ruda y pirul. Alcohol con mariguana y algunos usos del fuego. Me inculcó la fe en que hay algo que no comprendemos y que no necesariamente se encuentra en una iglesia hecha de piedra. Esta en los árboles, en las plantas, en los animales y en nosotros. Hay algo que algunos llaman magia y hay algo que otros llaman Karma. Ella solo decía que era Dios. Ella era una bruja blanca y me hizo aprendiz.
Mi abuela murió en diciembre hace 21 años.
Y hoy yo prefiero recordar como vivió a como falleció.